martes, 1 de junio de 2010

NOTA LUIS GERARDO DEL GIOVANNINO

Mayo 2010

El testigo es morrudo, impecablemente vestido de traje, como quien concurre a una cita muy esperada. Entra a paso firme, sin mirar al acusado, se sienta frente al tribunal Federal Oral de Mar del Plata y con su particular cadencia provinciana y sus tonalidad correntina empieza a desgranar pacientemente una trama de horror que ya todos suponíamos pero nade había podido ratificar así desde ese lugar. Hay una vieja frase que me viene a la memoria, que decía que si Argentina entraba en guerra Corrientes nos iba a ayudar y el correntino nos ayudó.

Volví a los Tribunales Federales de Mar del Plata a presenciar una de las audiencias claves del segundo juicio que por delitos de lesa humanidad cometidos durante la ultima dictadura militar se le sigue a un tal Molina apodado el Zapo, quien con el grado de teniente de Aeronáutica tuvo bajo su control el centro clandestino de detención “La Cueva” ubicado en la cabecera de la pista de aterrizaje del Aeropuerto de Mar del Plata.
Ya casi paso un año del primer juicio registrado aquí, por la muerte y desaparición de Carlos Labolita, aquel militante peronista de la ciudad de Las Flores. Los que estamos somos casi los mismos, aquellos que buscan desenmarañar los grandes interrogantes que tienen sobre el destino de sus familiares y amigos y aquellos que no nos resignamos a perder la oportunidad histórica de develar la sucedido en Argentina y de conocer las responsabilidades que les caben a quienes aún caminan a nuestro lado protegidos por la impunidad que brindan los años pasados, de silencio y olvido.
Ahora, en esta oportunidad se empieza a correr el velo de los hechos acontecidos aquí y este ex militar del grupo de inteligencia que comandaba los operativos ordenados desde la base aérea y que hasta ahora ha guardado silencio, es juzgado por la desaparición y muerte de unos abogados en la denominada “noche de las corbatas” y por tortura, abusos y violaciones a mujeres detenidas en aquella desolada construcción enterrada en un extremo de la base aérea.
Este testigo de hoy, un señor casi cincuentón, padre de cinco hijos, del cual una acordada de la Corte nos impide nombrar con su nombre y apellido, era por aquel entonces un muchacho de 20 años; un colimba correntino que cumplía su servicio militar en el área de comunicaciones y que por escasez de conscriptos terminó haciendo guardias en aquel horroroso lugar, siendo testigo de hechos que jamás pudo olvidar y que hoy tuvo la oportunidad de contar al tribunal con lujo de detalles y consideraciones menores que avalan la verdad de sus dichos.
Sus recuerdos corrían libremente desde el olor a perfume que despedía el teniente siempre pulcro y aseado, hasta el uso de la pista de aterrizaje, en horario nocturno sin el control de la torre del aeropuerto, por parte de un avión de la armada que era guardado en un angár y al que lo cargaban con bultos de gran tamaño “como si fueran personas” -incluso detalló que en una ocasión se comentaba de la “existencia de una bolsa llena de dedos”- que realizaba vuelos nocturnos de unos cuarenta minutos y que volvía sin su carga al mismo destino.
Pero a todo lo visto y oído, se suman dos sorpresas acaso inesperadas para quienes estábamos en la sala. Aquel conscripto atendía los teléfonos de la base y como buen operador pedía los nombres de los que llamaban, los motivos por lo que lo hacían y con quienes querían hablar. Es sabido que los militares de mas alto rango no querían se interrumpidos por cualquier sonsera y el miliquito debía vérselas en figurilla para pasar aquellas llamadas inoportunas. Por eso recordaba algunos nombres de los que mas asiduamente llamaban a la base, “rompiendo las peloteas por los habeas corpus, textual. No dudo en recordar dos nombres emblemáticos, uno de ellos era igual al de una marca de neumáticos y el otro lo recordaba quizás por ser muy corto y de origen Holandés.
Pero cuando estaba todo dicho, de su prodigiosa memoria surgió una historia que de haber se conocido por aquel entonces quizás le hubiera costado la vida. Durante una guardia en la cueva, tuvo que acompañar a un secuestrado hasta el baño para que pudiera hacer sus necesidades y entro en conversación con él. Las ordenes de los superiores indicaban que cuando iban a tener contacto visual debían cubrirse el rostro con unas capuchas de tela de lona como la de los camiones, tanto el detenido como el carcelero. Durante una breve conversación pudo enterarse que ese prisionero era un abogado o sindicalista de Mar del Plata -aquí su reato es impreciso- y que nadie de su familia sabia que estaba secuestrado allí. Entonces aquel conscripto en un acto tan humano como irracional, le acerco un papel y una birome para que pudiera escribir una esquela a sus familiares que él le llevaría personalmente. El detenido según el relato del testigo, dudó de que no se tratara de una trampa mas, pero finalmente accedió a esa única oportunidad.
Pasaron treinta y tres años, cuando el testigo llegó a la ciudad, aterrizó en el mismo aeropuerto que fuera asiento de aquel horror y con el taxi busco sin éxito, la casa donde por aquel entonces no se animó a golpear, quizás por miedo, por no saber que decir o por no asumir un compromiso que le podía costar su propia vida y dejo bajo la puerta aquella carta escrita a los apuros y en condiciones extremadamente comprometida, desde la clandestinidad.
Nunca supo el final de aquella historia de improvisado cartero, si acaso el detenido salvo su vida, o si aquella fue su última señal y despedida involuntaria de su familia. Solo mencionó que luego de concluir el servicio militar intentó olvidarse rápidamente de aquella acción inconciente que le podría haber salido muy cara; al fin de cuentas ningún cartero conoce el final que le depara el destino a su correspondencia. Hoy volvió a recordarla, porque no pudo olvidar y con su testimonio buscó cerrar aquella puerta que había quedado abierta en su memoria.

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